Como Una Mujer Mexicana Gay Encontró Su Segunda Casa en un Club Nocturno de Phoenix | Phoenix New Times
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Como Una Mujer Mexicana Gay Encontró Su Segunda Casa en un Club Nocturno de Phoenix

To read this essay in English, click here. Aquella primera vez en Karamba, lo que noté fueron las conversaciones. Cuando pasas de escuchar tu idioma en todas partes, todo el tiempo, a solamente oír frases de manera esporádica, una sola palabra puede sentirse casi como estar en casa. Te transporta. ...
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La edición de 2016 Lo Mejor de Phoenix del New Times ya está disponible, con una serie de ensayos que exploran cómo nuestra proximidad a México hace que este sea un lugar mejor para vivir.

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Aquella primera vez en Karamba, lo que noté fueron las conversaciones. Cuando pasas de escuchar tu idioma en todas partes, todo el tiempo, a solamente oír frases de manera esporádica, una sola palabra puede sentirse casi como estar en casa. Te transporta. 


“Güey, ¿me das una chela?” le dijo un tipo al cantinero, cerca de la entrada del espacio principal del lugar, y me invadió una cierta calma. Nunca fui fanática de “güey”, o, de hecho, de la versión corta, callejera de cerveza, “chela”, pero en ese momento funcionó de maravilla. Y de repente, también a mí se me antojaba una chela. 


Karamba es un lugar muy especial, ubicado en McDowell Road en el centro de Phoenix. Por fuera, no parece la gran cosa, con un letrero viejo y pintura desquebrajada. La larga cola, sin embargo, fue mi primera pista de que se trataba de algo poco ordinario. Unas columnas rojas rodean la pista de baile, siempre repleta, y le dan a todo el espacio una clase de brillo. El escenario, al frente, exige atención, y esa noche, mientras al fondo retumbaba “Todos me miran” de Gloria Trevi y una drag queen daba el show de su vida, me di cuenta que en este, un estado sumamente conservador y mi nuevo hogar, había finalmente encontrado un lugar donde podía ser yo misma. 


Un club creado específicamente para Latinxs que se identifican como LGBTQ. 


Eso fue en el verano del 2011. En los años por venir, los amigos que dejé atrás en México me preguntarían continuamente por qué decidí mudarme a Arizona, y no a otro lugar, algún lado un poco más abierto, donde podría ser yo misma. Pero estaba allí para ir a la universidad, y estaba decidida a quedarme. Para ese momento, no me resultaban extrañas las respuestas negativas ante mi orientación sexual. Supongo que sentía que después de todo por lo que había pasado, era capaz de enfrentar cualquier cosa. 


Cursé la preparatoria en una ciudad llamada Morelia, en el centro de México. A pesar de ser la capital del estado, Morelia siempre se ha sentido como si se tratara de un pueblo grande. En esta hermosa ciudad colonial, el Catolicismo lo permea todo, incluyendo las escuelas. Mi madre, gracias a dios, siempre luchó para alejarnos de monjas y de sus duras reglas que raspaban los nudillos, así que mis hermanos y yo siempre fuimos a escuelas progresistas. Mi preparatoria era diminuta, una sola cosa en el centro de la ciudad que pedía a gritos algo de mantenimiento. Éramos tan solo 16 alumnos en mi generación. Se trataba de la extraña escuela liberal en la ciudad, y me encantaba. Para cuando se suponía que iniciara mi último año, sin embargo, las cosas habían cambiado. 


Besarse estaba permitido, supongo, siempre y cuando fueras heterosexual. 


Pero para mi, las demostraciones de afecto en público significaban una expulsión. 


“Tenemos que reevaluar tu asistencia a esta escuela el próximo año,” me dijo el director. Siempre se había portado bien conmigo, así que me cayó como un balde de agua fría. No entendía lo que estaba ocurriendo, y no tenía ni idea a dónde recurrir. Aterrada, evité decirle a mis padres por semanas. Cuando finalmente me armé de valor y les conté, estaban furibundos con el director. De inmediato se dirigieron a la escuela en mi apoyo. Ellos entendían mejor que yo lo que estaba ocurriendo: me expulsaban por no estar avergonzada de quién era; me expulsaban por ser gay, y por serlo abiertamente. Temerosos de encontrarse con una demanda por discriminación en sus manos, finalmente se dieron por vencidos. Estaba de vuelta el año que siguió, pero ciertamente incómoda. Rumores de lo ocurrido para entonces se habían esparcido por todos lados, y muy pronto comencé a sentir eternos ojos sobre mí. 


Desde entonces, esos ojos nunca me han abandonado. Para cuando me había mudado a los Estados Unidos, ya no me molestaba tenerlos en mí. Pero no todas las ciudades son creadas iguales, y Phoenix definitivamente es otra historia. 


Hoy, de vuelta en Morelia, sí se sienten distintas las cosas. Claro que no se trata de la ciudad de México, donde las parejas homosexuales caminan por la calle de la mano con la frente en alto, pero definitivamente existe un progreso. Clubes gay han aparecido a diestra y siniestra, y a pesar de cómo es costumbre son más para hombres homosexuales que para mujeres, estos clubes son maravillosas burbujas que ahora se sienten más como diversión y menos como un desesperado escape. 


Meses antes de mi primera visita a Karamba, en la misma tarde que llegué a Phoenix, tomé la decisión de solicitar mi entrada a la Universidad Estatal de Arizona (ASU). Había decidido venir por seis meses, con una visa de turista regular, para tomar un descanso de mi escuela en México. Había completado dos años en la Universidad Nacional Autónoma de México en la ciudad de México, y decir que las cosas no iban mal es poco. 


“Las clases no son prácticas. ¿Cómo podemos aprender si nunca escribimos?” recuerdo haber pensado. Y luego, “Quizá el periodismo simplemente no es lo mío”. Mi madre, quien para entonces ya era toda una residente de Phoenix, me había invitado a quedarme así que tomé la oportunidad para alejarme. 


Unas solas semanas después, recibí mi carta de aceptación a la Escuela de Periodismo y Comunicación de Masas Walter Cronkite. Aquí, finalmente, se encontraba mi nuevo comienzo. Se suponía que empezaría en el semestre de primavera del 2011, una ingenua estudiante de primer año por primera vez leyendo, hablando y escribiendo en inglés académico. 


Y luego, un imprevisto legal. Eventualmente tendría que esperar seis meses más. 


Había una parte de mí que no quería volver a casa. Casi como que se rompería un hechizo si volara a México. Sabía que era irracional, y probablemente imposible de evitar, pero supuse que no se perdía nada con intentarlo así que visité a una abogada de inmigración quien dijo que sí, claro que podía cambiar mi visa sin necesidad salir del país. 


Resulta que estaba completamente mal. Los meses pasaron y entre más se aproximaba enero, menos se veía venir mi visa prometida. Ahora sé que pude haber esperado una vida entera, y aun así nunca hubiera llegado. 


Finalmente, sólo unos días antes de que comenzaran las clases, pedí una cita con mi consejero en la oficina de Estudiantes Internacionales de ASU. Todavía recuerdo estar sentada en su oficina, en esa silla incomoda, viendo a este hombre pero concentrándome sólo en su doble papada, sin poder registrar una sola de las palabras que salían de su boca. En ese momento, mientras me miraba fijamente a través de aquellos ojos apenas abiertos, era el espectáculo más intimidante que jamás había presenciado. Él tenía en sus manos el poder, y lo sabía. 


En mi cabeza había miles de pensamientos a la vez: no tenía idea de lo que el futuro deparaba, pero tenía la certeza de que los próximos minutos serían decisivos. Lo que era un hecho es que “consejero” era más un título vacío que algo real, porque si me dio cualquier consejo o palabras de aliento, me las perdí por completo. 


Los primeros minutos los pasó diciéndome lo afortunada que era de ser una extranjera estudiando en los Estados Unidos. Luego, pasó a explicarme cómo mi admisión estaba pendiendo de un hilo, y finalmente cómo nunca la iba a armar de Sun Devil si no corregía mis malos pasos – para ayer. 


Para ese momento, la encargada de la oficina había entrado a la habitación, y supongo que había visto mi cara, porque firmemente me dijo que no, de hecho ya era yo una Sun Devil, y simplemente debería volver a México, obtener la visa de estudiante y regresar en el verano a intentarlo de nuevo. 


Agradecida de que la conversación llegara a su fin, salí disparada del lugar. 


Ese verano, rodeada de un calor insoportable y con visa de estudiante en mano, me encontré en Karamba. Unas semanas antes, un chico que conocí mientras hacía papeleo para la escuela se ofreció a ir conmigo a uno de los pocos bares de lesbianas en la ciudad en aquella época. El lugar estaba lleno, y todo iba de maravilla hasta que se fue sin decir más después de tomar demasiado. 


Me encontré sola por la barra; y una pareja, Claudia y Mona, de Sinaloa se apiadó de mí. Se iban ya a casa, pero ofrecieron darme una vuelta por la ciudad otra noche, si lo necesitaba. Avergonzada por mi transparente despiste, guardé su número y supuse que nunca lo usaría. 


Aún sin amigos algún tiempo después, decidí asistir a un evento para estudiantes internacionales. Luego de conversaciones torpes que no iban a ningún lado, y un par de pedazos de pizza fríos, de pronto recordé el número de Claudia en mi bolsillo, y decidí aprovechar la oportunidad. Esa misma noche estaba de fiesta en Karamba. Fue la primera de muchas noches en clubes enfocados en Latinxs LGBTQ. 


En la secuela de legislaciones como la SB-1070, que permitía a las autoridades pedir papeles migratorios sin causa, y cuyos detractores acusaron de incitar etiquetas raciales; y mucho antes de que el matrimonio entre personas del mismo sexo fuera siquiera considerado como una posibilidad en Arizona, estas noches se sentían como un respiro de una cruel realidad. 


En México, era una mujer gay. Ahora en Phoenix, era una mujer gay mexicana. Esto conllevaba mucho más peso del que yo me podría haber dado cuenta antes, y determinaría no sólo mi identidad, pero la manera en la que otros me percibían. Dos categorías, ninguna sobre las cuales yo tenía poder alguno, ahora me definían. Dentro de Karamba aprendí que lejos de huir de ellas, debería de acogerlas. 


La idea de la intersección nunca antes había cruzado por mi mente, pero ahora entendía su importancia. La primera vez que oí sobre el club, recuerdo haber pensando, “¿Es esto demasiado específico? ¿De verdad pueden atraer a aquellos que son Hispanos y que también se identifican con LGBTQ?”


Después, con toda esa gente bailando alrededor mío, gritando las letras de las canciones, aferrándose los unos a los otros y besándose debajo de luces estroboscópicas, finalmente entendí a lo que la gente se refiere cuando habla de un espacio seguro. 


Aun ahora parece difícil describir la experiencia. Existe un cierto tipo de valor en lugares como éste, no sólo el valor que se necesita para ir a ellos, pero el que tomas de ellos. Dentro de estos muros, una comunidad se fortalece, y tú lo haces con ella. 


En el centro de Phoenix, dos clubes gay Latino principales operan, Charlie´s y Karamba. Ambos ofrecen a clientes tacos que te hacen agua la boca justo afuera de sus puertas, y ambos están orgullosamente erguidos dando la bienvenida, y promoviendo tolerancia. Pero realmente, lo que te dan va mucho más allá: se trata de un lugar de paz, alegría y aventura. 


La situación de los Latinxs LGBTQ es única en el sentido de que se enfrentan a cuestiones migratorias con muchísimo mayor frecuencia que cualquiera de los otros grupos que se identifican como no heterosexuales. Esto, particularmente en los estados fronterizos, deja a este grupo aún más vulnerable. En efecto, de acuerdo al Instituto William de UCLA, un centro de estudios que investiga la identidad de género y orientación sexual, la mayoría de los Latinos que son parte de una pareja del mismo sexo viven en California, Texas, Florida y Arizona. En 2013, 4.13 por ciento de la población Latina, o 1.4 millones de personas, se identificaba como LGBTQ. 


En 2013, la Coalición Nacional de Programas en Contra de la Violencia, una organización nacional que lucha contra la violencia hacia la comunidad LGBT, encontró que, comparados con sus contrapartes blancas, las personas de color que se identifican como LGBT tienen casi dos veces más probabilidades de experimentar violencia física. La misma organización encontró, en un reporte del 2012, que 15 por ciento de los homicidios a gente LGBT tuvieron víctimas Latinxs. 


Para las personas de color no heterosexuales, la interseccionalidad es importante, particularmente de cara a la violencia. Frecuentemente, no se trata de homofobia, o de racismo, sino de una mezcla letal de ambas. Nuestras vidas, todos los aspectos de ellas, son politizados cada día. Por un lado, si no es tu estatus migratorio, es tu acento, o el color de tu piel. Por el otro, son tus gestos, tu así llamada agenda, la manera en que te comportas. En la calle – y quizá también en casa—tienes que ser todas esas cosas, luchar contra toda esa discriminación; y sin embargo dentro de esas paredes, ya no eres un activista, o un escritor, tan sólo eres tú. Tú alto, sin inhibiciones y libre. 


Como pasa la mayoría de veces, la universidad resulta ser una burbuja liberal. Ninguno de mis amigos se la pensó dos veces en aceptarme cuando les dije que era gay, y ciertamente eso aminoró mi carga. Fuera de la escuela, las cosas eran distintas. Quien yo era, era una combinación peligrosa, pero los lugares como Karamba me dieron el coraje de superar muchos miedos. 


Ese primer verano conocí a muchos otros que frecuentaban estos lugares. “Existe un sentimiento de pertenencia, justo aquí en medio de esta pista de baile,” me dijo un amigo en una ocasión. Se refería a lo difícil que es ser un hombre gay en Arizona, y también ser un inmigrante. Y que ser ambas al mismo tiempo a veces se sentía imposible. Entendía exactamente a qué se refería. 


Me mudé de Phoenix hace dos años, y ha sido aún más tiempo desde que pasé una noche en Karamba o en Charlie’s, pero puedo aún recordad cómo se sentía bailar toda la noche sin preocuparme sobre lo que el mundo pensaría sobre nuestra comunidad al siguiente día. Incluso hoy, (o quizá hoy más que nunca), cuando el matrimonio igualitario es una realidad en todo el país, y que hay una búsqueda por la educación y la inclusión, lugares como estos permanecen vitales. Son un santuario. Una fortaleza que te protege de epítetos raciales y homofóbicos. Un hogar. 


Nacida y criada en México, Paloma Baltazar Pedraza se trasladó a los EE.UU. para asistir a la Escuela Walter Cronkite de Periodismo de la Universidad Estatal de Arizona, donde se desempeñó como jefe de redacción de The State Press, la organización estudiantil de medios de comunicación. Sus reportajes y relatos han aparecido en Talking Points Memo y Fusión, entre otros.





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